INTRODUCCIÓN AL GNOSTICISMO
Una Mirada a la Antigüedad
Por Jorge Eduardo Medina Barranco
Breña Baja, julio
1 de 2013
Desde
hace muchos siglos, los seres humanos nos dimos cuenta que nuestra especie está
compuesta de criaturas frágiles, que nos podemos derrumbar con toda facilidad frente
a las adversidades de la vida. Sabemos que nacemos inacabados en comparación
con gran cantidad de especies animales y poco a poco nos hemos ido dando
cuenta, a lo largo de muchos siglos, que sólo podemos reconstruirnos hasta
obtener todas nuestras capacidades humanas mediante el desarrollo de rituales,
la adquisición de conocimientos, la reflexión sobre todos ellos y el proceso de
mejoramiento de lo adquirido, que ha conducido al desarrollo de nuestros métodos
de crecimiento cultural que son las ciencias, las filosofías, las artes y las
religiones.
En
nuestro anterior artículo (14 de junio de 2013) dijimos que somos una esencia espiritual, una semilla divina
que puede fructificar como ser humano y más, o vivir y morir como simples
homínidos. Estas raíces culturales de espiritualidad humana se hunden en
tiempos tan antiguos que se remontan a los pueblos pastores que habitaban las
estepas rusas hace más de 4500 años. A estos pueblos, que no pertenecían a una
etnia particular sino que formaban una red dispersa de tribus que se reconocían
por una lengua y una cultura común, algunos historiadores les han llamado arios (como pueden ser hoy día los
habitantes de Estados Unidos, distintas razas e incluso idiomas, que conviven
en un inmenso territorio pero todos son estadounidenses
gracias a un determinado desarrollo histórico).
A
los arios también se les ha llamado indoeuropeos porque su lengua formaría la
base de diversos idiomas asiáticos y europeos. En algún momento entorno a hace
3500 años, algunas tribus se alejaron de su entorno originario y se asentaron
en lo que hoy día es Europa creando diferentes lenguas. Al mismo tiempo, los
que se habían quedado en las estepas asiáticas gradualmente se fueron apartando
y se convirtieron en dos pueblos separados, que crearon dos lenguas diferentes
del idioma original. Esos dialectos nuevos fueron las formas primitivas del
avéstico y el sánscrito.
En
un principio, esos pueblos llevaban una vida muy tranquila y sedentaria,
viviendo pacíficamente, y compartiendo las mismas tradiciones culturales y
religiosas. No eran pueblos guerreros, no tenían enemigos ni ambición por
conquistar nuevos territorios.
Para
estos pueblos arios, todos los seres experimentaban una fuerza invisible en su
interior. Las tempestades, vientos, árboles y ríos no eran fenómenos
impersonales y mecánicos. Para los arios los dioses, humanos, animales, plantas
y fuerzas de la naturaleza, todos éramos manifestación de un mismos “espíritu”
divino que nos animaba, sostenía y ligaba a todos entre sí. Este “espíritu”
divino era llamado en aquel entonces mainyu
o manya.
En
aquellos tiempos prehistóricos, la gente normalmente experimentaba lo sagrado
como una presencia inmanente tanto en el mundo que le rodeaba como dentro de sí
mismos. Los dioses, varones, mujeres, animales, plantas, insectos y minerales,
todos compartían la misma vida divina. Todos los seres estaban sujetos a un
orden cósmico que todo lo abarcaba y lo mantenía todo con vida. Los dioses
cooperaban con los seres humanos para preservar esa energía divina del cosmos.
Pero
con el paso del tiempo, este sentimiento de un “espíritu” divino difícil de
concretar se fue transformando en la necesidad de ‘adorar’ a seres accesibles,
que se identificaran con las fuerzas de la naturaleza y las fuerzas cósmicas,
que fueran los encargados de preservar el funcionamiento de toda la naturaleza.
No se sabe cómo ni por qué, esa conciencia religiosa de un espíritu divino inaccesible
que ‘vivía’ en nosotros mismos y en todo lo creado, desapareció. Y así, a lo
largo del tiempo los arios fueron desarrollando un panteón extenso de
divinidades, como los dioses del hinduismo, la mitología griega o la mitología
nórdica. La conciencia del ser interior se desplazó hacia una conciencia de
adoración de seres exteriores, que se identificaron con los fenómenos de la
naturaleza. Este cambio de conciencia dio fin a esa vida bucólica de los
tiempos antiguos y se originó un mundo crecientemente violento, como no había
ocurrido nunca antes.
El reconocimiento del espíritu
interior divino se ha perpetuado a lo largo de los siglos en corrientes
espirituales que han dado origen a religiones, filosofías, ciencias y artes que
procuran llevar a las personas desde esa conciencia de adoración de seres
exteriores, nuevamente a la conciencia de adoración del Ser Espiritual Interno.
En
el mundo griego, en algún momento de la antigüedad, ese conocimiento del Ser
Espiritual Interno se designó con la palabra γνώσης (gnosis) y que, en un sentido amplio, es conocida hoy como iluminación espiritual. Nosotros usamos la palabra gnosis para referirnos a ese
conocimiento antiguo del Ser Interior que se ha dado en llamar la filosofía
perenne, porque estaba presente, de alguna forma, en la mayoría de las culturas
que se habían originado en aquellos tiempos prehistóricos.
Poco después del surgimiento de
ese mundo violento que se ha perpetuado hasta nuestros días (durante el siglo
XX vivimos la erupción de la violencia a una escala sin precedentes en la
historia con la explosión de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki),
más o menos entre hace 2900 y 2200 años vieron la luz grandes tradiciones
mundiales de desarrollo espiritual que han continuado nutriendo a nuestra
humanidad: el confucianismo y taoísmo en China; hinduismo y budismo en la
India; monoteísmo en Israel y racionalismo filosófico en Grecia.
Fue el período de Buda, Sócrates,
Confucio y Jeremías, los místicos de las Upanishadas, Mencio y Eurípides.
Estas tradiciones, que nosotros consideramos gnósticas porque enseñan
el conocimiento del Ser interior, se
desarrollaron ampliando enormemente las fronteras de la conciencia humana y
redescubriendo una dimensión trascendental en lo más hondo de nuestro ser, pero
no contemplando este hecho como algo sobrenatural, sino como una experiencia
inefable sobre la que la única actitud correcta era un silencio reverente. En
palabras de Karen Armstrong, “estos sabios antiguos no buscaban imponer sus
propios puntos de vista sobre esa realidad primordial a otras personas. Más
bien al contrario: según creían, nadie debería adoptar enseñanzas religiosas
como artículo de fe”. Nuestro pensamiento gnóstico se basa en ese principio
antiguo. En palabras de nuestro maestro Samael Aun Weor, que en su obra Los Misterios Mayores nos dice:
<<Nosotros
aconsejamos a los discípulos que no sigan a nadie. Que se sigan a sí mismos.
Cada cual debe seguir a su resplandeciente y luminoso Ser interno. Cada cual
debe adorar a su YO SOY>>
Yo les digo que si un maestro espiritualista
cualquiera, un religioso cualquiera, un filósofo cualquiera, un sabio
cualquiera les insiste en que tal o cual doctrina es obligatoria, que seguirle
a él y sus enseñanzas particulares es camino único de salvación, normalmente es
una señal de que ese ser ha perdido su impulso espiritual, su conciencia
interior ha disminuido y su guía no sería la más adecuada si quisiésemos
despertar nuestra propia conciencia espiritual.